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viernes, 13 de enero de 2017

Fiebre Amarilla: "La peor epidemia en Argentina de todos los tiempos"

Por Raúl Enrique Bibiano


Segmento histórico de la terrible epidemia de fiebre amarilla de 1.871 en Buenos Aires con un total de 14.000 víctimas fatales en poco tiempo


Monumento a las víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires de 1.871
Erguida en el centro del actual Parque Ameghino - ex Cementerio del Sur.

En 1871 convivían en la ciudad de Buenos Aires, el Gobierno Nacional, presidido por Domingo Faustino Sarmiento, el de la Provincia de Buenos Aires, con el gobernador Emilio Castro, y el municipal, presidido por Narciso Martínez de Hoz: no existía aún el cargo de Intendente, creado 9 años después al federalizar la ciudad; estos tres gobiernos tenían enfrentamientos políticos y jurisdiccionales.

Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, salvo el caso particular de unos pocos miles de habitantes que obtenían agua sin impurezas gracias a que en 1856, ante una propuesta de Eduardo Madero, el Ferrocarril Oeste decidió aumentar el calibre del caño que transportaba agua desde la Recoleta, donde estaban los filtros que servían para quitar las impurezas del agua que se utilizaba para el buen funcionamiento de las locomotoras a vapor, hasta la Estación del Parque, para poder así satisfacer también la demanda de agua de los vecinos.

Para el resto de la población, la situación era muy precaria en lo sanitario y existían muchos focos infecciosos, como por ejemplo los conventillos, generalmente habitados por inmigrantes pobres venidos de Europa o afroargentinos, que se hacinaban en su interior y carecían de las normas de higiene más elementales.

Otro foco infeccioso era el Riachuelo (límite sur de la ciudad) convertido en sumidero de aguas servidas y de desperdicios arrojados por los saladeros y mataderos situados en sus costas. Dado que se carecía de un sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los pozos negros, que contaminaban las napas de agua y en consecuencia los pozos, que constituían una de las dos principales fuentes del vital elemento para la mayoría de la población.

La otra fuente era el Río de La Plata, de donde el agua se extraía cerca de la ribera contaminada y se distribuía por medio de carros aguateros, sin ningún saneamiento previo.

La ciudad crecía vertiginosamente debido principalmente a la gran inmigración extranjera: para esa época vivían tantos argentinos como extranjeros, y estos últimos sobrepasarían a los criollos pocos años más tarde. El primer censo argentino de 1.869 registró en la Ciudad de Buenos Aires 177.787 habitantes, de los cuales 88.126 (49,6 %) eran extranjeros; de estos 44.233 (la mitad de los extranjeros) eran italianos y 14.609 españoles. Además de los conventillos mencionados, sobre 19.000 viviendas urbanas, 2.300 eran de madera o barro y paja.

Además de las epidemias de fiebre amarilla, en 1.867 y 1.868 se habían producido varios brotes de cólera, que habían costado la vida a centenares de personas y también estaban relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, entre cuyos combatientes había causado varios miles de muertos.

Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1.000 habitantes. Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la ciudad.

Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes de febrero, y nuevamente en marzo, se logró evitar el desembarco de pasajeros infectados que llegaron en dos vapores desde esa ciudad.

No obstante, el presidente Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques procedentes de esa ciudad y en una oportunidad ordenó autorizar el desembarco de los pasajeros de dos buques provenientes de Río de Janeiro y la prisión del médico del puerto de Buenos Aires por haberlo impedido.

A fines de ese año se declaró una epidemia de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay, donde la población vivía en un estado de pobreza extrema.

La Guerra de la Triple Alianza había finalizado recientemente con la derrota de Paraguay y los diarios locales atribuyeron la epidemia a la llegada de algunas decenas de soldados paraguayos prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil.

La población, debilitada por el hambre, tenía pocas posibilidades de resistir la epidemia y se llegaron a registrar veinticinco muertes por día, no existiendo registros del total de víctimas.

Dos hechos facilitaron la entrada de la epidemia a la Argentina: por un lado, tras la muerte de quince de sus hombres, el general Julio de Vedia evacuó centenares de soldados desde Villa Occidental (situada frente a Asunción) a la ciudad de Corrientes, y así la enfermedad llegó a territorio argentino.

Por otro lado, algunos diarios, como el The Standard de Buenos Aires, consideraron que no se trataba de fiebre amarilla sino de afecciones gástricas, y que el número de muertes diarias no eran alarmantes, lo que contribuyó a que no se tomara recaudo alguno para prevenir su traslado a la capital argentina.

Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el centro de comunicación y abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las brasileñas, de modo que no es seguro que la enfermedad haya llegado desde el Paraguay. En esta ciudad de 11.000 habitantes, murieron de fiebre amarilla alrededor de 2.000 personas entre diciembre de 1.870 y junio del año 1.871.

La mayor parte de la población huyó, incluyendo el gobierno completo; hasta tal punto estaba abandonada la ciudad que un ciudadano llamado Gregorio Zeballos entró por su cuenta al despacho abandonado de la Casa de Gobierno y se hizo cargo en forma provisoria de la gobernación sin que nadie se le opusiera.

Otras poblaciones de la provincia de Corrientes sufrieron el castigo de la enfermedad, como San Luis del Palmar, Bella Vista y San Roque, que sumaron unas quinientas víctimas más.
A lo largo de la Guerra de la Triple Alianza, sucesivos grupos de combatientes arribaron a Buenos Aires. Estaban formados principalmente por oficiales, y correctamente controlados desde el punto de vista sanitario.

En cambio, durante el año 1.870 y a principios de 1.871 llegaron directamente desde Asunción y Villa Occidental grandes contingentes que no habían sido sometidos a ningún recaudo sanitario ni cuarentena.

Aunque las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de Higiene Pública de San Telmo.

Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos: las viviendas en las calles Bolívar 392 y Cochabamba 113, fueron los primeros focos de iniciación y propagación. En Bolívar 392, un pequeño inquilinato de ocho cuartos, el italiano Ángel Bignollo de 68 años de edad y su nuera Colomba de 18, contrajeron la enfermedad, siendo asistidos por el doctor Juan Antonio Argerich, quien no pudo evitar sus muertes.


En el certificado de defunción Argerich expresó que el deceso del primero se debió a una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los pulmones. Ese diagnóstico, expresado erróneamente a sabiendas, tuvo la finalidad de no alarmar a los inquilinos de la casa y a los vecinos del barrio; pero en la notificación que Filemón Naón, comisario de la Sección 14, elevó al jefe de la policía, Enrique Gorman, se consignó que ambos eran casos de fiebre amarilla.

La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca sobre la presencia de un brote epidémico, y no dio a publicidad los casos.

En esta fecha, Mardoqueo Navarro ya parecía desconfiar de los datos de la autoridad, pues en su diario anotó, con cierta ironía: "27 de enero: Según las listas oficiales de la Municipalidad, 4 de otras fiebres, ninguna de la amarilla".

Aunque a partir de esa fecha se registraron cada vez más casos (principalmente en el mencionado barrio de San Telmo), la Municipalidad continuó con los preparativos relacionados a los festejos oficiales del carnaval, que en aquella época, eran un acontecimiento multitudinario y de importancia para la ciudad.

A fines de febrero el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de enfermos, aseguró que se estaba en presencia de un brote febril (el 22 de febrero se habían registrado 10 casos) e hizo desalojar algunas manzanas.

Pero los festejos de carnaval entretenían demasiado a la población como para escuchar su advertencia, los porteños se divertían en bailes y desfiles de comparsas, y algunos, como Manuel Bilbao, director de La República, afirmaban rotundamente que no se trataba de casos de fiebre amarilla.

El mes de febrero terminó con un registro de 300 casos en total, y el mes de marzo comenzó con más de 40 muertes diarias, llegando a 100 el día 6, todas a consecuencia de la fiebre.

Recién el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades prohibieron su festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios aristocráticos. Se prohibieron los bailes y más de la tercera parte de los ciudadanos decidió abandonar la ciudad.

El 4 de marzo, el diario La Tribuna comentaba que en horas de la noche, las calles eran tan sombrías que “verdaderamente parece que el terrible flagelo hubiese arrasado con todos sus habitantes”. Sin embargo, aún se estaba lejos de lo peor.

El Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital Italiano y la Casa de Niños Expósitos no dieron abasto con la cantidad de pacientes. Se crearon entonces otros centros de emergencia, como el Lazareto de San Roque (actual Hospital Ramos Mejía) y se alquilaron otros privados.

El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impidieron el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Los alquileres aumentaron fuertemente en los alrededores de la ciudad.

El municipio fue incapaz de sobrellevar la situación, por lo que en respuesta a una campaña periodística iniciada por el periodista Evaristo Federico Carriego de la Torre, miles de vecinos se congregaron, el 13 de marzo, en la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo) para designar una “Comisión Popular de Salud Pública”. Al día siguiente, tal agrupación nombró como presidente al abogado José Roque Pérez y como vicepresidente al periodista Héctor Varela; además, la conformaron, entre otros, el vicepresidente de la Nación Adolfo Alsina, Adolfo Argerich, el poeta Carlos Guido y Spano, el ex presidente de la Nación Bartolomé Mitre, el canónigo Domingo César, el sacerdote irlandés Patricio Dillon y el nombrado Carriego. Este último exhortaba:”Cuando tantos huyen, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar del peligro socorriendo a aquellos que no pueden proporcionarse una regular asistencia”.

Entre otras funciones, la comisión tuvo como tarea la expulsión de aquellas personas que vivían en lugares afectados por la plaga, y en algunos casos, se quemaban sus pertenencias. La situación era aún más trágica cuando los desalojados eran inmigrantes humildes o que aún no hablaban bien el español, por lo que no entendían la razón de tales medidas.

Los italianos, que eran mayoría entre los extranjeros, fueron en parte injustamente acusados por el resto de la población de haber traído la plaga desde Europa. Unos 5.000 de ellos realizaron pedidos al consulado de Italia para retornar a su país, pero había muy pocos cupos; además, muchos de los que lograron embarcar, murieron en alta mar.

Una observación del doctor Guillermo Rawson podría haber llevado a entender el vector del contagio: muchas familias habían huido tempranamente de la capital a algún pueblo cercano, y Rawson observó que los miembros de esas familias que regresaban a la ciudad (aunque fuese por unas horas) solían enfermar, pero no contagiaban a sus familiares. Lo que faltaba fuera de las zonas húmedas de la ciudad era el mosquito Aedes aegypti; pero ni Rawson ni los demás médicos sabían que este era el vector de la enfermedad: algo que no sería descubierto hasta una década más tarde.

Entre los médicos que fallecieron en labores para contrarrestar la enfermedad estuvieron los doctores Manuel Gregorio Argerich, su hermano Adolfo Argerich, Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca (decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires), Caupolicán Molina, Ventura Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros médicos que permanecieron en su puesto o incluso acudieron a la ciudad, y sobrevivieron, fueron Pedro Mallo, José Juan Almeyra, Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich,nota 6 Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo.

La ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportasen. Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas excesivas. El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, que en verdad poco servían para aliviar los síntomas.

Como eran cada vez más los muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron fosas colectivas.

Por otro lado, el número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron: existieron casos donde los ladrones accionaban disfrazados de enfermeros para introducirse en las casas de los enfermos. Fue incesante la actividad que desarrolló la Comisaría Nº 14, a cargo del Comisario Lisandro Suárez: día y noche recorrían las calles, cerrando con candados (cuyas llaves eran entregadas al Jefe de Policía) las puertas de calle de las casas de San Telmo, abandonadas precipitadamente por sus dueños.

El cementerio del Sur, situado donde actualmente se encuentra el parque Ameghino en la Avenida Caseros al 2.300, vio rápidamente colmada su capacidad. El gobierno municipal adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales (donde hoy se encuentra el Parque Los Andes, entre las actuales avenida Corrientes y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y creó allí el nuevo Cementerio del Oeste. Quince años más tarde, éste se trasladaría a pocos metros de allí, al actual Cementerio de la Chacarita.

El 4 de abril fallecieron 400 enfermos, y el administrador de dicho cementerio informó a los miembros de la Comisión Popular que tenía 630 cadáveres sin sepultar (además de otros que había encontrado por el camino) y que 12 de sus sepultureros habían muerto. Fue entonces cuando Héctor Varela, Carlos Guido Spano y Manuel Bilbao, entre otros, tomaron la decisión de oficiar de enterradores; al hacerlo rescataron de la fosa común a algunas personas que aún manifestaban signos de vida, entre ellas una francesa lujosamente vestida.
No fue el único caso: en su diario, Navarro afirmaba que hubo enterramientos de gente viva.

Esto se condice con relatos de diversos periódicos: por ejemplo, "La Prensa" del 18 de abril comentaba de un tal Pittaluga, que fue dado por muerto y "revivió" en camino al cementerio, y de otro caso, ocurrido el 15 de abril, en que un enfermero se pescó una borrachera y al ir a su casa se desvaneció y quedó sobre una calle, hasta que fue levantado por un recolector de cadáveres que lo arrojó a una fosa. El supuesto muerto tuvo la suerte de despertarse a tiempo, justo cuando comenzaban a rociarlo con cal.

El 7 de abril (era Viernes Santo) murieron 380 personas por la fiebre (y apenas 8 por otras causas). El Sábado de Gloria fallecieron 430 de fiebre. Del 9 al 11 de abril se registraron más de 500 defunciones diarias, siendo el día 10 el del pico máximo de la epidemia, con 563 muertes; debe considerarse que el promedio diario normal de muertes antes de la tragedia era de veinte individuos. Comenzaron a producirse además casos fulminantes, gente que moría uno o dos días después de contraer la enfermedad.

Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la segunda mitad de abril, hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los auto evacuados, lo que condujo a su vez a una nueva huida. El mes terminó en definitiva con un saldo de más de 7.500 muertos por el flagelo, y menos de 500 por otras enfermedades.

El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas fatales por la fiebre que se consideró exagerada y provocó indignación a los porteños: 26 000 muertos.

El doctor Guillermo Rawson afirmó que fallecieron 106 personas por cada 1000 habitantes, lo cual alcanzaría nada menos que 28.620 víctimas fatales: cifra también considerada muy alta. Es difícil establecer con exactitud la cantidad correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los 13.500 y 14.500.

El Monumento a los caídos de la fiebre amarilla erigido en 1.899, es el único monumento que existe hoy en la ciudad en memoria de la peor tragedia (por la cantidad de muertos en comparación con el total de la población) que haya sufrido Buenos Aires. Se encuentra situado en el lugar que ocupara el edificio de la administración del Cementerio del Sur (actual parque Ameghino), frente al hospital de infecciosas Dr. Francisco Javier Muñiz.


En medio de este parque, el monumento ostenta una inscripción central: “El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen”.

En definitiva, nadie se percataba que el enemigo  mortal se encontraba frente a las narices de todos y a quien nadie le prestaba importancia: El Aedes Aegypti, un singular mosquito capaz de asesinar a millones de personas en corto plazo.

Desde 1881, gracias a las investigaciones del cubano Carlos Juan Finlay, se sabe que el agente transmisor de la fiebre amarilla es el mosquito Aedes Aegypti. 


Antes de esa fecha, los médicos atribuían la causa de muchas epidemias a lo que llamaban miasmas, emanaciones fétidas de aguas impuras que se suponía flotaban en el ambiente.


El Aedes Aegypti, causa además de la Fiebre Amarilla, otras enfermedades sumamente mortales conocidas como: Zika, Dengue, Chikungunya, Ébola y otras más!  Se recomienda no dejar recipientes que puedan contener agua o líquidos donde este insecto mortal se pueda reproducir.